Era una mañana normal. Estaba de camino a mi trabajo, viajando en el transporte público de la Ciudad de Puebla. Usualmente la ruta que tomo se empieza a vaciar poco antes de llegar al Paseo Bravo. Así que hay lugar para que me siente aunque sea por unos minutos antes de llegar a mi parada.
Esta historia ocurre cuatro cuadras antes de llegar a la 11 sur. La persona que venía sentada a lado mío se bajó y yo me quedé en mi lugar, a lado de la ventana. Me quedé sola en mi lugar por muy poco tiempo, el señor que estaba en la otra fila, la que va detrás del chófer, se acercó a mí, parado en el pasillo y preguntó: ¿Cuánto falta para la 11, mucho? Le contesté que no, que faltan como 3 cuadras. Respondió que gracias, que muy linda yo. Lo atribuí primero a que fui amable al contestarle, pero el señor no regresó a su lugar, se sentó a mi lado. Digo, no tiene nada de malo, sólo que me puso en alerta.
No pasaron ni 2 minutos y se volvió hacia mí para decirme que estaba muy bonita. En pocas palabras, porque se me olvidó la frase. Yo ya no sonreí. Pasaron otros dos minutos y antes de levantarse para bajarse, volvió a acercase a mí para decirme que siguiera así de bonita, que que linda, que estaba hermosa. Tampoco sonreí. Cuando digo que se me acercó, es porque sentí un avance de su cara hacía mí, invadiendo mi espacio para que lo escuchara, lo viera.
El señor se bajó en la 11, y ahora pienso que sabía exactamente donde bajarse, porque jamás le dije: aquí es. Yo me bajé a la siguiente cuadra, como siempre, y lo primero que hice fue reprocharme. En primer lugar, se me había ocurrido ponerme falda este día, ¿pero qué estaba pensando? por eso me pasó lo que me pasó. Y el otro cuestionamiento fue: ¿Por qué no hiciste, dijiste nada? Es decir, me bajé pensando que era mi culpa que se me acercarán a decirme cosas que no pedí, que no me hacen sentir a gusto y que al contrario me dan miedo.
Seguro alguno de ustedes ya saltó y dijo: ¿Miedo de qué?, me sentí arrinconada junto a la ventana con un tipo que no conocía y que tenía mucha enjundia por decirme que era bonita. No sé si me miró por mucho tiempo antes de acercarse, lo que si sé es que me hizo sentir menos, un objeto que puede ser juzgado, que no pertenece a nadie, que está sola y que por ese motivo puede ser abordado.
Poco después recordé una imagen que vi en Facebook hace mucho, donde las mujeres ocupaban los asientos que daban al pasillo, y en los comentarios se leía que estas acción no tomaba en cuenta a los hombres y los discriminaba casi casi. Y si te hace tanto sentido como a mí, es porque sentarse en el pasillo es una manera de protegerte, de pararte e irte si es que la persona de a lado intenta algo. Al contrario de estar en la ventana ¿cómo te vas?
Por otro lado, estoy segura que esto que me pasó es la punta del iceberg. Estoy muy consciente que el acoso es algo que las mujeres vivimos, sin importar la edad, ni la condición socioeconómica – ¡qué triste!- y estoy consciente de que hay agresiones mucho más evidentes y criminales, que la que me pasó. Esta entrada la escribo para desahogarme, pero también me deja pensando, por mucha información que haya, seguimos viviendo en un país machista y acosador, donde es más fácil para los mujeres adaptarse a las reglas del sistema: no usar faldas, vestidos o escotes, no hacer uso de la ventana, más bien del pasillo, no salir de noche, no tomar demasiado, no bailar, por que al final hagamos lo que hagamos, que nos agredan, que nos falten al respeto, e incluso que nos maten, es nuestra culpa.
Estoy segura de que es este hombre del que les hablo es el tipo de hombre que este 8 de marzo mandará cadenas de WhatsApp declarando a la mujer como el ser más hermoso del universo, le volverá a decir a otra mujer en el transporte público que es muy linda y regalará flores a sus conocidas.
Lo que quiero decirte es que no es tu culpa, que no eres exagerada, que tampoco es normal, que no tienes que permitirlo, y que puedes compartirlo con otras mujeres para juntas decir ¡No quiero tus flores, sean en verbo o naturales!