En los años recientes, el cine de terror tuvo una renovación como no se había visto en mucho tiempo. Hablar de este género, es referirnos a una historia con muchos altibajos, épocas doradas que se sienten cada vez más remotas y periodos de oscuridad y decadencia que parecen extenderse con cada lustro que pasa. Pero también hay ambigüedades, tiempos en que la abundancia de películas banales se ve compensada con la aparición constante (aunque no abundante) de largometrajes que vuelven a dar esperanza entre los amantes de las tinieblas.
A partir de 2010, podemos aventurar que inició el cambio. Durante los primeros años de la década pasada, dos sagas con planteamientos interesantes acapararon la atención. La noche del demonio y El conjuro estuvieron pronto en boca de todos. Sin embargo, ambas franquicias cayeron pronto en recursos repetitivos, como el amplio uso de sustos sorpresa o jumpscares y el atractivo de las historias empezó a depender de los vínculos entre cada película, a la par de que las ambientaciones y el manejo de la tensión se volvió cada vez más superfluo.
Sin embargo, mientras se daba el auge de estas dos sagas, una dupla de directores empezó a fraguar el trabajo que los llevaría a resucitar el género, a la par de consagrarlos como profesionales del terror. Y hay que resaltar que eso, lo lograron desde sus mismísimas óperas primas. Me refiero a Robert Eggers y Ari Aster. Sus debuts, La Bruja y Hereditary, respectivamente; fueron contundentes cartas de presentación, que se deslindaron de los recursos simples para ofrecer historias realmente atractivas y profundas. A partir de 2015, año en que La Bruja vio la luz, todo empezó a cambiar.
Dejando de lado los sustos sorpresas, concibieron historias más cercanas al terror psicológico y folclórico. Esto podemos observarlo en Hereditary (2018) o Midsommar (2019) de Aster, quien, en la primera; va perturbando gradualmente los aspectos clave de la narración para romper estrepitosamente en el desenlace. En Midsommar su estrategia es parecida, solo que aquí inicia con la tensión absoluta, para eventualmente aligerar el ambiente y poco a poco irlo perturbando hasta el crudo final. Esta cinta, tiene la particularidad de valerse de recursos visuales muy geométricos y prescindir de los ambientes oscuros y cerrados, pues todo el suspenso se gesta a plena luz del día. La disonancia resultante, solo enfatiza el cometido del director.
Por su parte, Robert Eggers se vale de las leyendas y las bases históricas y el simbolismo mitológico para ofrecer a la ya mencionada La bruja (2015) y El faro (2019). En la primer película, el recurso de la iluminación también destaca, pero porque se valió de la luz natural para filmar la mayor parte del material. La bruja explota al máximo la ambientación y la sensación de aislamiento para que los fenómenos que asechan a los protagonistas los vayan carcomiento progresivamente, a la vez de mantenernos con la mirada fija en la pantalla. En el caso de El faro, los recursos alegóricos a la mitología conducen una nueva atmosfera cerrada, opaca y aislada; que también se vale del blanco y negro para enfatizar el carácter de la soledad que conduce a la locura.
En síntesis, si podemos resaltar un aspecto en común de ambos directores, es que sus trabajos son crescendos que revientan en finales lapidarios que desprenden definitivamente a la historia y a los personajes de la cómoda realidad cotidiana para desterrarlos a los confines de la perversión humana y los temores que, aparentemente, solo se encuentran en nuestras pesadillas.
Por: Pablo Flores Marín